Ya no me creo nada de
lo que me digas. No importa si sea cierto o no. La verdad es que me da
exactamente igual. Me resulta indiferente. Estoy en la azotea, sentada,
viéndote desde nuevo de lejos cuando el teléfono no para de sonar. Y no me
preocupo por cogerlo porque sé que eres tú quien llama.
Aquí vamos de nuevo,
pensando que todo cambiará cuando solo se trata de una nociva mentira. El
tiempo pasa y con él las personas cambian. Cualquier tonto sabe perfectamente
que no hay forma alguna de ganar y una retirada a tiempo puede ser la victoria
de una gran batalla. Piensas tal vez que me conoces, de la misma forma que yo
pienso que te conozco. Pero todo es falso. Apariencias, engaños, ocultación.
Perdemos los años tragándonos toda clase de mentiras, cosas que abarcan desde
que la pobreza en una determinada comunidad acabará hasta la idea de que algún
día podremos salir tranquilamente a la calle sin temor a que ninguna persona
pueda hacernos daño porque simplemente existirá una sociedad pacífica en la que
existirán valores positivos. Utopías, meras quimeras que decidimos creer con
fuerza para cada día seguir despertando y agarrarnos con fuerzas a la idea de
que este teatro que algunos llaman vida es tan bonito como lo pintan.
Me ves de lejos, me
saludas. Me hago la loca, no quiero saludarte, no quiero hablar contigo porque
ya me sé de memoria lo que dirás. ¿Para qué seguir con esta falsa y tragarme de
nuevo ese discurso que has memorizado con tu esclavizante rutina? Piensas que
no leo entre líneas, que no veo más allá de lo que ven mis gafas. Pero del
mismo modo que tú finges, yo también sé actuar cuando la ocasión lo merece. La
diferencia entre tú y yo radica en que yo sé mentir mejor -por eso se me da
bien el póker- y puede que eso explique que sepa con tan solo mirarte a los
ojos cuando mientes, cuando ni siquiera tú eres capaz de convencerte de tus
propias palabras para ser feliz, o al menos intentar serlo. Yo sé que mi futuro
es negro, que cuando menos me lo espere la bomba pueda estallar y arruinar los
planes que, ya sea por pereza o falta de tiempo, no pude hacer. Intentas
planificarlo todo en tu agenda, pero las cosas dan tantas vueltas a diario que
al final esas hojas acaban siendo ocupadas por rallones y una letra
indescifrable.
No tengo miedo. Ojalá
lo tuviera porque así podría decir que siento algo. Te acercas y comienzas a
parlotear pensando que me estoy tragando tus discursos, cuando mi mente ya se
ha ido y es mi cuerpo el que permanece inmóvil enfrente de ti. Puede que como a
veces dices sea bastante pesimista y roce el punto del existencialismo. O quizás
tan solo no digo todo lo que quieres escuchar y permanezco fiel a mis
pensamientos sin importar cuánto puedas juzgarme. Al fin y al cabo, todo me da
igual. Tristemente todo se reduce a desgracias y falacias, porque ya la verdad
ha perdido el poco valor que le quedaba. Parece que por fin has acabado, pensé
que jamás te callarías. Me despido con diplomacia, aunque en ese momento pienso
que estoy ante la persona más hipócrita que probablemente me haya topado en el
día. Se acabó. Vuelvo a mi habitación, el lugar donde sé que esta
autodiagnosticada enfermedad no tiene cura. Lo único que puedo hacer al
respecto es tomar tres medicamentos que reduzcan el padecimiento siento: soul, jazz y blues. Así las mentiras duelen menos.