¿Debe penalizarse a quienes niegan los crímenes contra la humanidad? Esta pregunta ha dado origen a un polémico debate desde hace años en nuestra sociedad. Por eso, dejo la primera parte de una tribuna de debate perteneciente al periódico El País, publicada el 5 de marzo de 2006, cuyo autor es Didier Daeninekx.
El escenario del crimen
"Se sabe que los nazis pusieron tanta meticulosidad en exterminar a un
pueblo, el pueblo judío, como en borrar las huellas del genocidio:
invención de un lenguaje que ocultaba la realidad, destrucción de las
cámaras de gas, trituración de los huesos de los difuntos, dispersión de
las cenizas, modificación del paisaje... La negación del crimen era la
esencia misma del proceso y, de este modo, el secreto que rodeaba a la
Solución Final era una de las condiciones para su ejecución.
Los negacionistas de hoy no hacen más que prolongar este dispositivo:
negar para ejecutar mejor. Han comprendido que el asesinato racial de
masas arroja al nacionalsocialismo fuera de las fronteras humanas y que
la inhibición de la conciencia es el camino obligado para la
rehabilitación del nazismo. David Irving fue uno de los artífices
encarnizados de esta empresa de falsificación: sus 30 libros sobre la II
Guerra Mundial, entre ellos La guerra de Hitler (1977), le
valieron el apoyo de multitud de grupos fascistas de todo el mundo. Una
actividad editorial que podría quedar resumida por una de sus más
estruendosas declaraciones realizada en 1991, en Canadá: "Murieron más
mujeres en la parte trasera del coche de Edward Kennedy en
Chappaquiddick que en una cámara de gas de Auschwitz".
Es una forma de
decir que nadie fue víctima de las cámaras de gas y que, por tanto, no
existieron. Denunciado como negacionista en el libro Denying Holocaust (Negar el Holocausto)
(1995), David Irving enarboló de inmediato la bandera de la libertad de
expresión, reclamando la condena de la autora de la obra, la
historiadora Deborah Lipstadt. En mala hora. Un estudio en profundidad
de los escritos de Irving reveló todas sus mentiras y sus
falsificaciones; el juicio se volvió contra él en abril de 2000, y al
final tuvo que pagar cuatro millones de euros.
En Francia, los negacionistas han privilegiado el terreno del
reconocimiento universitario, infiltrándose en algunas facultades como
las de Lyón, Nantes, Saint-Denis o Toulouse y gangrenando algunos
laboratorios del CNRS (Centro Nacional de Investigaciones Científicas).
Así, el sociólogo Serge Thion pudo utilizar durante 20 años el material
puesto a su disposición por el Estado para difundir sus tesis, antes de
ser cesado. Incluso varios de sus militantes lograron diplomas
prestigiosos sobre la base de trabajos de inspiración nazi antes de que
los jurados fuesen desautorizados. Desde 1960, las asociaciones han
podido apoyarse en una ley, la ley Gayssot, que condena las afirmaciones
dirigidas a negar la realidad del exterminio racial.
El principio sobre
el que descansa esta ley es sencillo: el negacionismo no constituye la
expresión de una opinión, sino que constituye violencia, un ataque
intolerable dirigido contra las víctimas, los supervivientes, contra una
comunidad. Este dispositivo considera igualmente que el negacionismo es
una de las formas modernas de antisemitismo y que debe ser reprimido
como un abuso racista de la libertad de expresión. Desde su promulgación
en 1990, esta ley ha sido combatida por la extrema derecha. El Frente
Nacional vio enseguida un obstáculo para la rehabilitación del periodo
de la Colaboración, para su deseo de revancha contra la Historia. El
futuro le ha dado la razón: Jean-Marie Le Pen es hoy la persona
condenada con más frecuencia, en virtud de la ley Gayssot, por sus
múltiples atentados verbales.
Quince años más tarde, resulta como mínimo paradójico ver a
historiadores de renombre presentar peticiones para abolir la ley
Gayssot y las leyes de la misma naturaleza relativas al genocidio de los
armenios y a la esclavitud. Hay que precisar que no lo hacen en nombre
de la libertad de expresión reivindicada de forma perversa por los
negadores, sino porque se niegan a que se instaure una "Historia
oficial" que ponga límites a la investigación científica. Sin embargo,
se puede comprobar que nunca ha habido tantas publicaciones, coloquios,
películas y debates sobre esta cuestión, y que a ningún investigador se
le ha puesto el más mínimo límite. Sólo los falsificadores han sido
sancionados. Los historiadores cumplen su misión, que consiste en decir
lo que ha ocurrido, en precisarlo incansablemente, y ello dentro de la
mayor independencia.
La ley tiene una naturaleza distinta: tiene en
cuenta sus trabajos para establecer las fronteras de lo que es admisible
en una sociedad humana y reprime los ataques contra la dignidad. Y todo
ello dentro de una orientación de universalidad: el genocidio de los
judíos no sólo concierne a los judíos; el genocidio de los armenios no
sólo concierne a los armenios; como tampoco el crimen contra la
humanidad que representa la esclavitud concierne únicamente a los
negros. La ley me permite decir que nada que sea humano me es ajeno.
Hace cerca de 250 años, éste era ya un debate candente. En su Diccionario filosófico portátil,
Voltaire escribía sobre los judíos: "En ellos sólo hallarán un pueblo
ignorante y bárbaro que suma la avaricia más indigna a la superstición
más detestable y el más horrible odio hacia todos los pueblos que los
toleran y enriquecen". Y añadía: "Sin embargo, no hay que quemarlos".
Fue respondido por un escrito anónimo titulado Cartas de algunos judíos portugueses, alemanes y polacos al señor Voltaire.
En él se puede leer lo siguiente: "No basta con no quemar a la gente:
se les quema con la pluma y este fuego es todavía más cruel porque su
efecto se transmite a las generaciones futuras". En efecto, este fuego
generacional ha pasado de mano en mano, hasta incendiar Auschwitz. Y si
unas leyes tratan de apagarlo en Alemania, en Austria, en Bélgica y en
Francia, es sencillamente porque vivimos en los escenarios del crimen."
Didier Daeninckx es novelista y guionista francés. Traducción de News Clips.