Hoy os traigo un artículo llamado Conversación escrito por el crítico Juan Manuel de Prada para el suplemento "XL Semanal", publicado el pasado 10/11/13. Personalmente, creo que más razón no puede tener. Espero que os guste.
"Hemos dejado de conversar como antaño lo hacíamos,
de pegar la hebra o darle al palique o como quieran ustedes llamarlo. Si
hay un rasgo que hermana a los pueblos latinos es que tradicionalmente
eran buenos conversadores; y conviene especificar que 'conversador' no
significa 'verboso' ni 'facundo', ni siquiera 'locuaz'. 'Conversar'
no es hablar tan solo, sino más bien como la propia etimología de la
palabra indica «dar vueltas en compañía». ¿Y dar vueltas a qué? Pues a
todo lo que se tropieza en nuestro camino empezando por uno mismo y
siguiendo por nuestro interlocutor, como perrillos curiosos y
juguetones, dar vueltas a todo lo que la multiforme vida nos brinda cada
mañana, que siempre es algo distinto e irrepetible.
Conversar
es entretejer la vida con palabras, celebrarla e inquirirla en su
misterio, probar a desvelarla y, cuando hemos descubierto al fin que su
misterio es inagotable, seguir sin embargo asediándola, por el gusto de
la compañía. Conversar, a la postre, es ir descubriendo un
alma, a medida que probamos a descifrar el mundo: nuestra propia alma,
desde luego, pero sobre todo el alma de la persona que conversa con
nosotros; sin atosigamiento, sin prisa, sin afán ni interés alguno,
disfrutando del paulatino descubrimiento, como quien disfruta de un
paisaje nuevo. Conversar es uno de lo más altos placeres del
espíritu, tal vez el más alto de todos; y por ello mismo quienes anhelan
la muerte del espíritu se empeñan tanto en dificultarlo e impedirlo.
La
conversación en los pueblos latinos siempre había sido un instinto
natural que afloraba a la más mínima oportunidad: desde luego, al calor
del hogar (durante generaciones, congregados en invierno en torno de la
chimenea y en verano a la sombra de la parra, nuestros antepasados
conversaban incansablemente), pero también en los lugares más
insospechados, y entre personas que no se conocían de nada
hasta ese momento: en la sala de espera del médico, en el vagón del
tren, en la cola de la compra.
De las conversaciones familiares al amor de la lumbre o al resguardo de la parra nacían unos afectos fuertes y duraderos
(no es posible amar sin conocer, y al conocimiento de las almas se
llega a través de la conversación); y de aquellas conversaciones
impremeditadas que se entablaban en los lugares más peregrinos brotaban
de vez en cuando amistades espontáneas, y en cualquier caso pasajeros
deleites que ensanchaban nuestro horizonte vital. Aunque yo ya crecí en
una época en que la conversación empezaba a estar perseguida por hábitos
de nuevo cuño que conspiraban contra el sentido comunitario de la vida,
recuerdo que cuando era niño mis padres mantenían conversaciones
frecuentes con casi todos los vecinos del edificio en el que vivíamos;
treinta años después, yo apenas conozco a los vecinos de mi
edificio, con los que cruzo ¡a regañadientes! algún saludo en ascensor
o, como mucho, algún trivial comentario meteorológico.
En la vida absurda que llevamos, todo conspira contra la conversación:
nos obligan a viajar hacinados en los transportes públicos para ir a la
oficina; para hacer menos aflictivo nuestro hacinamiento, nos
enchufamos al oído aparatos que nos aíslan de la realidad circundante, o
vivimos prendidos de pantallas que nos transmiten un espejismo de
compañía (¡cientos, miles de amigos virtuales!) y que, en realidad, no
hacen sino ahondar nuestra soledad; llegada la hora de la comida, lo
hacemos de cualquier manera, acuciados siempre por el reloj, sin
posibilidad de sentarnos a una mesa en compañía grata, mucho menos de
disfrutar de una sobremesa; cuando regresamos a casa, más cansados que
unos zorros, encendemos el televisor, para que unos tíos que
repiten como papagayos las consignas y eslóganes que les han transmitido
sus jefes de negociado o partido nos llenen la cabeza de mierda, o nos
zambullimos en interné, para repetir o retuitear las consignas y
eslóganes con los que previamente nos han machacado las meninges,
creyendo ilusoriamente que son pensamientos originarios.
Y, antes de acostarnos, ponemos un poquito la radio, 'para que nos haga compañía'.
O más bien para que nos haga olvidar que no tenemos compañía; o que, si
la tenemos, no sabemos qué hacer con ella, porque han logrado que
dejemos de conversar, porque han conseguido que dejemos de sentir
curiosidad por el alma del prójimo, para que la nuestra se gangrene y
envilezca. Y así nuestra vida termina siendo como la de los muebles, con los que alguien siempre termina haciendo leña."