12 nov 2013

Noviembre

Estaba lloviendo. Como suele ser habitual en mí, olvidé coger mi paraguas, plenamente convencida de que en estos días tan soleados no había la mínima posibilidad de precipitaciones. Pero me equivocaba. Nunca me ha importado caminar bajo la lluvia, por lo cual no le di demasiada importancia y continué con mi camino. Unas gotas no iban ha impedirme seguir mi rumbo. Es curioso que odie que llueva cuando  esos instantes son idóneos para pensar...


Mientras caminaba, iba meditando en todo lo que veía. Resulta extraño apreciar cómo puede cambiar la ciudad cuando está llena de agua. Nada parece lo mismo. No se puede tener la misma perspectiva. No se puede deliberar igual. A mi alrededor corrían rápidamente algunas personas con fobia al agua. Sin importarles resbalar y caer al suelo, andaban con tanta velocidad que me sorprendió y asustó. Lo cierto es que nunca he podido entender cómo algunas personas reaccionan ante la lluvia como si, en lugar de caer agua, las nubes derramasen ácido sulfúrico. Tal vez la rara sea yo por no huir de lo inevitable. Quizás lo más normal sería tratar de esconderme, como una cobarde. Pero creo que llover es algo natural, como lo es respirar. Bueno, supongo que, al fin y al cabo, siempre hay personas que sienten la lluvia y otras que prefieren con simpleza mojarse.

De pronto, yo era la única persona en la calle. Todos desaparecieron sin dejar rastro. A pesar de que en ese momento mi pensamiento fuera de lo más absurdo, no pude evitar reflexionar en la soledad de la lluvia. Condenada al aislamiento, si tuviera sentimientos, lo más probable es que sintiese melancolía y tristeza. Solo unos pocos se atreven a cantar, bailar o solo detenerse a pensar bajo ella. Nos venden la idea de que la lluvia es peligrosa: puede hacerte enfermar, puede provocar accidentes, etc. ¿Y acaso el sol no puede resultar también perjudicial? Todo depende del punto de vista con el cual mires algo: puedes adoptar anteponer lo negativo sobre lo positivo o viceversa.

Al mismo tiempo que vagaba presa de mis estúpidos razonamientos, sentí cómo un coche me intentaba robar la tranquilidad. Cuando me miré, vi que estaba más empapada por culpa del coche que por la lluvia. “No importa” -pensé en silencio- “de todas formas estoy llena de agua”. Seguí caminando lentamente. No me gusta ir con prisas, nunca he dejado que me dominen. Aunque en un primer momento pensé que tal vez la lluvia había conseguido humedecer mis pensamientos y lavar mi alma, pronto me percaté de que esto no era de todo correcto. Gracias a la lluvia había conseguido ver la solución a cuestiones que pensé que no la tendrían. Sin embargo, yo, que con inocencia pensaba que la lluvia se llevaría mi tristeza, vi cómo ésta se ponía a bailar con alegría debajo de ella. ¡Qué ironía!

Pero tampoco era un drama. Al final, siempre acaba saliendo el sol y llegando la alegría.