Decía
el pedagogo y escritor estadounidense Amos
Bronson Alcott que “la enfermedad del ignorante
es ignorar su propia ignorancia”. Y, en mi opinión, es una verdad irrefutable.
En un mundo plagado de ilustres eruditos que tienen como máxima creerse
superiores frente al resto de plebeyos por solo poseer un pequeño grado de sentido
común e inteligencia, la gran mayoría de personas no son capaces de admitir que
la sabiduría consiste, precisamente, en admitir nuestra infinita ignorancia.
El
diccionario de la Real Academia Española define la sabiduría como el “grado más alto de conocimiento”, pero, ¿cómo puede una persona llegar
hasta él?, ¿es necesario tener una colección de títulos académicos, másteres y doctorados?
Claramente, no. Lo que se aprende en un aula es efímero, lo olvidaremos con el
paso de los años. Por el contrario, es lo que aprendemos fuera de esas cuatro
paredes lo que en realidad nos hace aprender a base de tropiezos y fallos. Desde mi punto de vista, nunca nadie llegará a
ser un sabio en el pleno y completo sentido del término. Todos los días
aprendemos algo que en el día anterior desconocíamos, lo que ocurre es que unas
personas no son capaces de dejar a un lado por unos minutos sus ajetreadas
rutinas para detenerse a reflexionar sobre las pequeñas e insignificantes cosas
del día a día y sus respectivas enseñanzas. Tener educación es algo digno de encomio, la
educación dota de nivel cultural a todo individuo, pero aprenderemos mucho más en la escuela de la
vida, donde no se te acredita ningún diploma o título por enseñanza recibida,
pero te hace madurar y crecer como persona, lo que, sin duda, resulta más gratificante, ¿verdad?