8 abr 2014

El análisis de Jaime, de Almudena Grandes


"Coincidieron en el proceso de selección de personal de la empresa, pero se habían visto por primera vez muchos años antes. Jaime lo recordaba. Consuelo no. Él no se lo reprochaba. Estaba acostumbrado a que la gente no lo reconociera.

Jaime no tenía nada de particular, y precisamente por eso pasaba desapercibido. No era alto ni bajo, no llegaba a ser gordo pero desde luego no era delgado, tenía el pelo castaño, los ojos marrones, gafas de concha y el estilo propio del hijo pequeño de una familia de clase media pelada que ha heredado siempre, desde siempre, la ropa de sus hermanos mayores. Que ellos fueran más altos y más delgados que él no le favorecía, y por eso casi siempre llevaba una chupa acolchada que ocultaba la tensión de los ojales de sus camisas, perpetuamente entreabiertos. A todo eso estaba acostumbrado. Su brillantez, sin embargo, todavía le asombraba.

Su expediente académico hacía juego con su aspecto físico. Siempre había sacado unas notas del montón, sin llegar a repetir un curso, pero aprobando varios en septiembre, y su rendimiento no había mejorado mucho cuando empezó la carrera. Había escogido la informática porque, a solas, en su cuarto, a lo largo de todas esas noches de viernes y de sábado en las que los noviazgos de sus amigos lo habían ido dejando sin planes, se había sentido escogido, poderoso, capaz como nunca antes. Las asignaturas teóricas se le atragantaron. Solo al final, en los dos últimos cursos, su talento llamó la atención de ciertos profesores. Con más de veinte años, Jaime había probado el sabor de las matrículas de honor, y había aprendido que era dulce.

Su progreso había sido inversamente proporcional al de Consuelo, la chica más guapa de su promoción, sobresaliente en las asignaturas teóricas, mediocre en todas las materias que no se resolvían a base de estudio. Pero ni eso había sido suficiente para que ella le reconociera cuando coincidieron en aquella prueba que él solventó con mejores resultados que ningún otro aspirante. Cuando empezaron a trabajar juntos, le saludó como si no le hubiera visto nunca. Él la miraba, pero ni siquiera después de su primer ascenso se atrevió a acercarse a ella. Tras el segundo sí, pero Consuelo se limitó a sonreírle y a decirle que estaba muy liada, que no podía quedarse a tomar café ni nada. Ni nada. Jaime entendió muy bien esas dos palabras. Al fin y al cabo, en el trabajo todos habían descubierto ya que era muy inteligente, así que empezó a creérselo él también. Y siguió ascendiendo, y mirando de lejos a Consuelo, y no volvió a intentarlo.

Desde entonces han pasado cinco años, tantos como las paradas del ascensor que miden la distancia entre la carrera de Jaime y la de Consuelo. Cuando la ve entrar en su despacho, él piensa en eso, porque no es normal que los programadores de la primera, encadenados a la monotonía del mantenimiento de las webs, suban hasta la sexta, donde residen los únicos y verdaderos creadores de programas. Y sin embargo, aquí la tiene, delante de su mesa, muy sonriente, diciéndole que hace mucho tiempo que no se ven, que es una pena, que ha subido a decirle que podían quedar a tomar un café, o algo…

Jaime, que sigue siendo un hombre corriente, ni alto ni bajo, aunque a base de gimnasio ya no está ni remotamente gordo, y lleva unas gafas de montura Truman, y ropa de buena calidad, por fin de su talla, la mira con atención y vuelve a ver a la chica más guapa de su Facultad, que sigue siendo la mujer más atractiva de la primera planta. Él no tiene pareja estable y ninguna de las chicas con las que sale se puede comparar a la que tiene delante. Pero Jaime, ¡ay!, es muy inteligente, y por eso le sobran unos segundos para analizar correctamente la situación. Su capacidad para el análisis, y no el ascensor, es lo que le lleva cada mañana hasta la sexta planta. Y lo que ve es a una chica muy guapa, que no ha logrado enganchar a ninguno de los ejecutivos con los que ha salido, que está aburrida de mantener webs y cuenta los meses que le faltan para cumplir treinta años con un sueldo vulgar y ninguna expectativa de mejorar, excepto en el caso de que consiga liarse con el programador mejor pagado del edificio, ese chico insignificante que siempre, desde siempre, ha estado enamorado de ella.

–Claro que sí, deberíamos vernos más –contesta, y piensa que la vida es un asco, pero sigue adelante aunque le duela, y le duele–. Lo que pasa es que… ¡Uf! Ahora estoy liadísimo, ¿sabes? No tengo tiempo para cafés, ni para nada."