Hoy quiero compartir un artículo llamado "Virtudes presumidas", cuyo autor es el escritor Juan Manuel de Prada, que ha sido publicado en el XL Semanal.
En la tradición cristiana, tal
condena adquiere formulaciones muy precisas y tajantes en el Sermón de
la Montaña: «Estad atentos a no hacer vuestra justicia delante de los
hombres para que os vean»; «Cuando des limosna, no sepa tu mano
izquierda lo que hace la derecha»; «Cuando oréis, no seáis como los
hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en los ángulos
de las plazas para ser vistos de los hombres», etcétera, etcétera.
Podría decirse que toda la predicación de Jesús es un combate sin tregua
contra la ostentación de las virtudes (que, cuando se ostentan, dejan
de ser tales) y contra aquellos que han hecho de su ostentación un modus
vivendi (recuérdese su vitriólica filípica contra los fariseos).
Pero,
como digo, la condena de lo que podríamos llamar 'virtudes presumidas'
está en todas las tradiciones religiosas y morales, por la sencilla
razón de que no puede haber vida auténticamente moral cuando en nuestras
buenas obras hay 'representación', mucho menos cuando hay búsqueda de
recompensa mundana. Pero, misteriosamente, tal ostentación de virtudes
se ha convertido en nuestra época en moneda de uso corriente; y, lo más
estremecedor de todo, es que tal ostentación no es condenada ni tachada
de farisaica, sino por el contrario encumbrada y aplaudida, prueba
inequívoca de que vivimos en una época muy encarnizadamente inmoral.
Así, por ejemplo, es habitual que los 'famosos' realicen lo que antaño
llamaríamos 'obras de misericordia' (y hoy 'acciones solidarias'), como
por ejemplo visitar a los enfermos de un hospital, después de haber
avisado a los medios de comunicación de su presencia en aquel lugar.
También es frecuente que sepamos que tal o cual celebridad ha hecho tal o
cual donación a tal o cual institución benéfica; y hasta es probable
que lleguemos a conocer el monto de tal donación, que por supuesto
resultará exorbitante a los ojos de la gente llana, pero ínfimo
comparado con el patrimonio que maneja la celebridad de marras.
En una
sociedad sana, tal ostentación de virtudes provocaría el inmediato
desprestigio de tales personajillos infectos; pero, en una sociedad
depravada como la nuestra, tales comportamientos son presentados como
'ejemplares', de tal modo que llegan a convertirse en conductas
'programadas' en la agenda de ídolos de masas y gobernantes. Por
supuesto, la 'ejemplaridad' de tales exhibiciones de virtud impostada es
igualmente falsorra; y aunque, por instinto 'imitativo', provoquen en
cierta gente prácticas muy epidérmicamente solidarias, terminan
ejerciendo un efecto nefasto sobre la moralidad de las sociedades, que
de este modo conciben la práctica de las virtudes de un modo cínicamente
aspaventero, puramente 'gestual'.
En medio de esta apoteosis de 'virtudes presumidas', ninguna tan nauseabunda como la afectación de humildad.
Tal vez no haya virtud tan hermosa como la humildad; puede decirse,
incluso, que la humildad es manantial del que manan el resto de las
virtudes, pues el primer rasgo de la persona virtuosa es rehuir la
alabanza y echar a barato el aplauso del mundo. Pero esto vale para la
humildad sincera; la afectación de humildad, como bien advirtiera
Galdós, es «máscara de un desmedido orgullo». La humildad siempre se
halla en difícil equilibrio sobre una cuerda floja que cruza la honda
sima donde todo fariseísmo anida; y, desde el momento en que se exhibe y
pavonea, ya podemos decir sin temor a equivocarnos que se ha convertido
en fariseísmo. La exhibición de humildad es, en realidad, expresión
retorcida de una soberbia oculta que, sabiendo bien que su aspecto es
repulsivo, tiende a ocultar su rostro y disfrazarse para presentarse,
muy taimadamente travestida, de humildad franciscana.
Por supuesto, también la humildad afectada, reina de todas las virtudes presumidas, ha sido encumbrada en nuestra época.
Basta que cualquier gerifalte se desempeñe con llaneza estomagante y
adopte gestos de sencillez aspaventera para que provoque el arrobo de
nuestros contemporáneos; a mí, tales exhibiciones de humildad solo me
provocan -antiguo que es uno- la náusea."